Hay en cada Cuaresma una invitación a convertirnos, una llamada a tratar de hacerlo mejor, a través de desiertos que recorrer, tentaciones que superar, reconciliaciones que procurar… y, como rezábamos en la oración del miércoles de ceniza, el ayuno.

¿Qué ayuno puede querer de mí el Señor? Hay una privación estéril, que es quitarse. Quitarse de comer (mucho), quitarse (temporalmente) de un lujo, quitarse de un apetito momentáneo. Y hay una renuncia fértil, que es repartirse. Repartir mis talentos, mi tiempo, mi pan con los demás. Es el ayuno fértil, que me hace capaz de liberar. Es el ayuno que me hace luminoso.

El poeta Nicolás Guillén se asombraba así de nuestra posibilidad de darnos:




Ardió el sol en mis manos,
que es mucho decir.
Ardió el sol en mis manos y lo repartí,
que es mucho decir







«El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; compartir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no despreocuparte de tu hermano. Entonces brillará tu luz como la aurora…» (Is. 58, 6-8)